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domingo, 27 de noviembre de 2005
¿Podemos vivir sin correr?
¿Podemos vivir sin correr?
Habitantes de la era de lo fugaz, vivimos esclavizados por la urgencia y la velocidad. Sin embargo, una nueva tendencia asoma en varios lugares: el movimiento Slow
La polenta se cocina en un minuto. En las librerías se nos ofrecen títulos como Kant en 90 minutos, o Hegel en 90 minutos, o Einstein en 90 minutos. Hay créditos instantáneos como el café, o el té con limón. Ya casi nadie espera cartas (esas que, en las buenas épocas del correo, tardaban tres o cuatro días en atravesar el país) y casi todos nos desesperamos cuando la respuesta a nuestro mensaje electrónico no es inmediata. No terminamos de pagar el auto, el televisor o la computadora que habíamos deseado tener cuando lo entregamos en parte de pago y vamos por el próximo modelo, el de última generación. ¿O acaso cuando esté en nuestras manos ya será de penúltima?
Carl Honoré (ver recuadro), periodista canadiense que vive en Londres, publicó recientemente Elogio de la lentitud, un libro que no tardó en dar una triunfante vuelta al mundo para llegar ahora a Buenos Aires. Comienza con esta pregunta: "¿Qué es lo primero que hace usted al levantarse por la mañana? ¿Descorrer las cortinas? ¿Darse vuelta para apretarse contra su pareja o abrazar la almohada? ¿Saltar de la cama y hacer diez flexiones para que circule la sangre? No, lo primero que hace usted, como todo el mundo, es consultar la hora".
¿De qué tiempo disponemos antes de echar a rodar el día? Siempre será poco. Y resultará más escaso aún a lo largo de la jornada. De manera que es necesario ganarlo, ahorrarlo, no perderlo. "El tiempo se ha transformado en la mercancía más valiosa del momento", afirmaba ya en 1989 el famoso encuestador Louis Harris en la revista Time. Así, para el matemático polaco Alfred Korzybski, fundador del Instituto de Semántica General de Chicago, "el Homo sapiens es el único animal tiempodependiente".
La primera consecuencia de esto puede rastrearse al volver al primer párrafo de esta nota (aunque se pueda vivir esa relectura como una "pérdida" de tiempo). De lo que se habla allí es de la supresión de los procesos. La instantaneidad nos promete que no habrá que esperar. La respuesta inmediata nos exime del ejercicio de la paciencia (que para las culturas milenarias es siempre una virtud, estrechamente ligada a la sabiduría). Cuando saltamos ansiosamente hacia el artefacto de última generación, terminamos por no conocer cuál es la vida útil del que desechamos.
La fuga hacia adelante
Una curiosa característica de la sociedad contemporánea es que la mayoría de los bienes (muebles o inmuebles) pueden ser útiles mucho más tiempo que aquel durante el cual los usamos. No los cambiamos ni nos desprendemos de ellos porque dejaron de prestarnos servicio, sino simplemente porque no tenemos tiempo para experimentar el ciclo completo de su utilidad. Estamos en fuga constante hacia lo próximo, sin tiempo para las experiencias. Somos habitantes de la era de la fugacidad.
Fugaz, dice el diccionario, es lo que dura poco, lo que huye y desaparece con velocidad. El tiempo es una abstracción que, desde eras ancestrales, los humanos hemos pretendido organizar y domesticar a través de relojes y calendarios (ver recuadro). Paradójicamente, esas convenciones se nos han vuelto en contra. Los relojes y los calendarios nos recuerdan que todo tiene un final y, para huir de éste, apresuramos los procesos hasta eliminarlos. El economista Jeremy Rifkin, una autoridad en el estudio del impacto de las tendencias económicas y tecnológicas en la sociedad, reflexiona así en su estudio Las guerras del tiempo: "Es irónico que en una cultura tan comprometida con el ahorro del tiempo, nos sintamos cada vez más privados de eso que valoramos. Se suponía que el mundo moderno, de los transportes eficientes, de la comunicación instantánea y de las tecnologías que significan ahorro de tiempo, nos liberaría de los dictados del reloj y nos daría un ocio creciente. En lugar de ello, el tiempo parece no alcanzar nunca".
¿Cuál es la causa de este fenómeno? Para el filósofo Jacob Needleman, autor del bello libro El tiempo y el alma, "nuestros inventos tecnológicos nos han quitado nuestro tiempo". Se nos ofrecen tantas novedades simultáneamente que terminamos por confundirnos y no saber, en función de nuestro proyecto de vida, qué es lo que de verdad nos importa. "La vida contemporánea nos arrastra hacia adelante", advierte Needleman, y nos impide volver a nosotros mismos, a nuestras verdades, a experimentar nuestros ritmos, nuestro yo.
El historiador del arte Richard Appignanesi, del King’s College de Londres (autor de Posmodernismo para principiantes), describe esta era de la fugacidad como "un presente de aceleración a alta velocidad sin final previsible". Y la relaciona con el zapping. Cuando corremos detrás de lo nuevo sólo porque es nuevo (y no porque es necesario), cuando no acompañamos los procesos (del cocinar, del estudiar, del vincularse, de la creación, de la producción), acabamos por crear, como si nuestra existencia fuera una pantalla de televisión y estuviéramos ante ella con un control remoto, "nuestro propio collage televisivo de la vida". De acuerdo con Appignanesi, el zapping es un proceso en el cual hay "una aparente abundancia de opciones para satisfacer las preferencias individuales que acaba con todo el mundo eligiendo nada: todo consiste en el zapping mismo".
De allí se desprende un interrogante: la fugacidad, la impaciencia ante los ciclos y los procesos, la precipitación hacia lo próximo antes de culminar lo presente ("no terminaste la primera y ya empezás la segunda", proponía un reciente anuncio de gaseosas), ¿no terminan por ser un fin en sí mismos? Y su resultante, ¿no terminará por ser la sensación de que nada se ha experimentado, nada ha pasado, nada se ha incorporado a nuestro bagaje de vida? Cuando esto se acentúa, sobreviene un fenómeno muy frecuente en el ser humano contemporáneo, del cual ya hablaban al promediar el siglo XX los escritores y filósofos existencialistas (Camus, Sartre, el propio Heidegger): la sensación de vacío, la angustia existencial.
De hecho, uno de los más lúcidos y profundos filósofos y psicoterapeutas del reciente siglo, el austríaco Víctor Frankl, creador de la logoterapia, sostenía que sólo el diez por ciento de las neurosis en nuestros tiempos tiene un origen patógeno y que el 90 por ciento restante deviene de la insatisfacción ante una vida en la que falta la sensación de sentido y trascendencia.
Esta insatisfacción es posible advertirla en varios planos: el modo y tipo de consumo, las formas de trabajar, los estilos de conducir, el respeto por las leyes, e incluso las relaciones amorosas. Cuando se busca la satisfacción en los bienes y éstos no la traen, se acelera la necesidad de consumir más. Queremos tenerlo todo (y si es posible, tenerlo ya), ilusionados con que quizás en ese todo esté la satisfacción. El problema es que quien quiere tenerlo todo jamás tendrá tiempo para lograrlo. Quizá se trate, entonces, de elegir qué se quiere tener.
"Cuando se simplifica la vida y se pone más énfasis en los vínculos y en el cultivo de uno mismo, uno gasta menos horas a la semana trabajando y desplazándose", dice el prestigioso periodista inglés Patrick Rivers, que cuenta su propia experiencia de transformación en Vivir mejor con menos. Si uno está siempre apurado por llegar (aunque no siempre tenga en claro adónde ni para qué), todo lo que esté en el camino (semáforos, otros conductores, peatones) será un obstáculo y se intentará obviarlo como sea. Y si en una relación afectiva con otra persona no sobreviene la "satisfacción inmediata", se cambiará de persona rápidamente.
En los vínculos zapping, el otro no es alguien por descubrir y con quien construir una relación, sino alguien que debe satisfacernos. Es decir, tanto en la calle como en el trabajo aparece el riesgo de que el otro sea un instrumento de satisfacción o alguien a dejar de lado. De este modo aparece también la idea del delivery existencial. Las cosas y las relaciones nos llegarían hechas: no hay tiempo para crearlas, para producirlas y cultivarlas. "Sin embargo –reflexiona Carl Honoré–, lleva el mismo tiempo cocinar una pasta que pedirla por teléfono y esperar al motociclista, con la ventaja de que uno participa del proceso, es artífice, gesta aquello que va a incorporar a sí mismo."
Tiempo de arte
De esto habla el novelista Milan Kundera en su novela La lentitud, uno de cuyos pasajes ofrece esta reflexión: "La velocidad es la forma de éxito que la revolución técnica ha brindado al hombre. Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, es consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis".
Los artistas son sensibles antenas que captan y reflejan este fenómeno, son sensibles a él y a sus consecuencias, abren un espacio espiritual y emocional a la reflexión. En la película El empleo del tiempo, el director francés Laurent Cantet ofrece una cruda y a la vez compasiva exploración de lo que le ocurre en sus afectos, en su mundo psíquico y en su experiencia vital a un hombre que es arrojado fuera del círculo de la fugacidad y el tiempo programado. El músico uruguayo Jorge Drexler, ganador este año de un Oscar, canta en su tema La edad del cielo: "Calma, todo está en calma/ deja que el beso dure/ deja que el tiempo cure/ deja que el alma/ tenga la misma edad que la edad del cielo". Otro cantante y compositor, el español Ismael Serrano, al reflexionar sobre sus últimas canciones dice que las creó como un modo de ir "contra el olvido y la fugacidad que estos tiempos imponen/ para que nuestras naves no se extravíen". Según Serrano, luchar contra la fugacidad es luchar por la propia identidad.
Bajar un cambio
Aunque precursores, los artistas parecen no estar solos en la advertencia y la propuesta. En los años recientes, sin prisa (lo cual en este caso es definitorio) se ha ido desplegando en el mundo el movimiento Slow (lento) que se propone como una respuesta a la urgencia y la fugacidad de nuestros días y a sus consecuencias en todos los aspectos de la vida y de las relaciones humanas. El movimiento nació en Roma, en 1986, cuando un grupo de cocineros italianos sintió tocado su orgullo por la instalación, frente a la Piazza di Spagna, de un local de comidas rápidas. Lo vivieron como un sacrilegio. Encabezados por Carlo Petrini, impulsaron, empezando por el norte italiano y con eje en la ciudad de Bra, la apertura de locales en los cuales se cultivasen los ingredientes, se preparara la comida y se la ingiriera a un ritmo natural y lógico, disfrutando de ella y del compartirla. Esto va en contra de los 11 minutos promedio en que se resuelve un fast food.
Lo que empezó como Slow food (y ya tiene expresiones en varios puntos de la Argentina) se extendió pronto a otros temas. Surgieron las Slow cities (ciudades lentas), que para merecer esa calificación deben tener menos de 55 mil habitantes, aumentar las zonas peatonales, instalar en las calles bancos para sentarse, quitar los enormes relojes públicos, plantar árboles, construir canteros, acortar los horarios laborales y comerciales, respetar los fines de semana como días no laborables, estipular una velocidad urbana máxima de 20 kilómetros por hora, eliminar los carteles publicitarios y, en fin, otra serie de requisitos que suman en total 55. Desde que se inició, en 1999, con Bra y otras tres poblaciones italianas, el Slow cities ya suma 35 ciudades miembros en Europa y empieza a tener pedidos de ingreso desde otros continentes.
A las ciudades se les sumaron colegios (Slow schools), en los que lo que importa es el tiempo que se necesita para aprender un tema consustanciándose con él, y no el apuro para terminar antes de que suene el timbre. En esos colegios no hay timbre. El Martin Luther King, de Berkeley, California, es considerado el más aceitado modelo actual al respecto. Mientras tanto, en Japón han aparecido los Clubes de la Pereza y en Europa se desarrolla, en varios países, la Sociedad por la Ralentización del Tiempo. No faltan asociaciones que propugnan el "sexo lento", propuesta que recoge milenarias enseñanzas del tantrismo oriental, filosofía que incluye una concepción circular del tiempo en lugar de la visión vertical (y de flecha) que predomina en Occidente. El movimiento Slow se ha extendido ya a 104 países y compromete activamente a más de 80 mil personas. Estos, según sus impulsores, son sólo unos pocos emergentes de una inquietud y una necesidad que hoy crece entre más y más personas en todo el mundo.
Todos estos fenómenos responden a los conceptos que propone Petrini: "El placer antes que el beneficio, los seres humanos antes que la oficina central, la lentitud antes que la velocidad". El lema esencial dice: "Buscar el tiempo adecuado para cada cosa". Acaso ése sea el mejor antídoto para lo que el médico estadounidense Larry Dossey describió en 1982 como el mal endémico más extendido de esta época: "La enfermedad del tiempo". No se trata, advertía, de hacer y conseguir la mayor cantidad de cosas en el menor plazo, sino de darle a cada una su tiempo. Para eso, claro, es preciso saber qué cosas le dan a nuestra vida un sentido trascendente, una condición de verdad. "Sólo la verdad conquista al tiempo", dice Jacob Needleman. "Y la verdad de cada vida es única". Vale la pena quitar el pie del acelerador para no pasar por arriba de ella sin registrarla.
Por Sergio Sinay
El autor es escritor, especialista en vínculos humanos, autor de Elogio de la responsabilidad (Del Nuevo Extremo)
Según pasan las horas
La preocupación por fragmentar y envasar el tiempo no es nueva en la especie humana. Los primeros relojes existentes (de sol) datan de 3500 años atrás, y se utilizaban en Egipto. Dividían el día en doce partes, que eran más cortas en invierno y más largas en verano. Hasta el siglo XIII no se uniformó la duración de las horas y hasta el XV el código no se universalizó. A este tipo de relojes les siguieron el de agua y, con la aparición del vidrio, el de arena. Sólo hacia el siglo XI (en 1086) se pasó del reloj solar al mecánico: en China se creó un dispositivo por el cual el agua movía el mecanismo de un reloj gigante. Del siglo XIV son los primeros relojes de torre, activados por pesas. Con el gran desarrollo de las ciencias (siglo XVII) los relojes se hicieron más pequeños y complejos. El primer reloj automático fue patentado en Suiza, en 1923, por el inglés John Hardwood. Hasta los años 40, los relojes de pulsera no fueron blanco de la moda, cosa que sí ocurrió después de la Segunda Guerra y con la aparición del cuarzo. Hasta los años 70, Suiza producía y vendía casi la mitad de los relojes del mundo. Luego se incorporó Japón y se intensificó la guerra de las colecciones. También las innovaciones: el zafiro, el oro, el acero inoxidable, el platino, los metales oscuros integran la producción y el diseño de un elemento que hoy es parte inseparable de nuestra vida y que nos recuerda su finitud.
Abreviada
"La Biblia en 100 minutos ha sido pensada principalmente para aquellos que, interesados en el cristianismo, no disponen del tiempo necesario para leer la Biblia completa. Como indica el título, su lectura, en este caso, tomará apenas 100 minutos, convirtiendo este libro en ideal como compañero de un viaje en tren o en avión." Así es promocionada una edición reducida del libro sagrado del cristianismo adaptado a los días que corren (sí, que corren en ambos sentidos). Un buen ejemplo de cómo ya no quedan remansos ni para la lectura del texto más leído de todos los tiempos.
Pompa de jabón
Por Héctor M. Guyot
Llegábamos tarde no recuerdo adónde. Recién levantada, mi hija menor se lavaba las manos y yo la apuré. Desde la seriedad de sus cinco años, me miró y advirtió: "Papá, lavarse las manos no es para apurarse; es para lavarse las manos".
Aquel aforismo casi tautológico sonó a revelación. Recordé una reflexión de Gary Snyder: "Hay una dualidad mente-cuerpo si mientras barro el piso pienso en Hegel. Pero si mientras barro el piso pienso en barrer el piso, soy uno", decía el poeta. "Y eso, barrer el piso, se convierte en lo más importante del mundo."
¿Me estaba pidiendo mi hija que no me fugara del presente? El italiano Claudio Magris se ocupó de esta cuestión. Hay quienes tienen la capacidad de habitar el instante, escribió, "sin la maniática angustia de sacrificarlo por algo venidero o supuestamente venidero, destruyendo así la vida en la esperanza de que pase lo más rápidamente posible".
La idea puede complementarse con unas líneas del inglés John Berger: "La felicidad llega cuando somos capaces de entregarnos por completo al momento que vivimos, cuando no hay diferencia entre ser y devenir".
Para eso, para recuperar su propia medida del tiempo, Henry David Thoreau dejó la ciudad de Concord en julio de 1845 y construyó una cabaña en los bosques de Walden. Decidido a vivir "sólo los hechos esenciales de la vida", buscó despojarse: "Tenía tres sillas en mi casa –escribió–. Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad". La de Thoreau quizás haya sido la primera reacción contra la aceleración de la vida que se inicia con la Revolución Industrial y que, en nuestros días, se multiplica a caballo de la revolución digital.
La última reacción de que tenga noticia es la de mi hija: con las manos llenas de jabón, forma un círculo con los dedos pulgar e índice y sopla una pompa perfecta que, ingrávida, se mantiene en el aire toda una eternidad.
Carl Honoré: un hombre lento y feliz
Carl Honoré es periodista, nació en Edimburgo (Escocia) hace 37 años, fue criado en Canadá y vive en Londres. Allí colabora, entre otros medios, con The Economist y The Guardian. Un día se horrorizó al descubrir que compraba para sus hijos versiones abreviadas de los cuentos infantiles para leérselos más rápido, mientras trataba de que se durmieran en un minuto. Se vio como un adicto a la velocidad y al tiempo "productivo". Conoció el movimiento Slow y se sumó a él. Escribió Elogio de la lentitud, libro que ya fue traducido a 25 idiomas, que hizo recapacitar a miles de personas y que vino a presentar en Buenos Aires.
–Dice en su libro que busca una manera de vivir mejor, un camino entre la rapidez y la lentitud. ¿La ha encontrado? ¿Qué costos has pagado por ello?
–Encontré ese camino, aunque no es fácil mantenerse en la huella porque existen muchas presiones hacia la velocidad en nuestra cultura. Pero ahora valoro la lentitud. Hacer menos cosas significa que puedo hacer las cosas que de veras quiero y necesito. Veo mucha menos televisión, no juego al tenis como si fuera una obligación, no acepto cualquier invitación social. Puede parecer un sacrificio, pero no lo es.
–¿Y qué beneficios ha obtenido?
–Me siento más calmo, más feliz. Troto y juego al squash, pero a mi ritmo. Tengo más tiempo para relajarme y estar con mi familia. En el trabajo aprendí a decir que no. Eso significa que me encargan menos cosas, pero se compensa ampliamente gracias a que el resto de mi vida es ahora tan bueno. Me siento conectado con lo que hago, y eso me hace sentir más energético (no estoy cansado todo el tiempo). Estoy viviendo mi vida en lugar de correr a través de ella. Moraleja: menos es más y más lento es mejor.
–¿Ha conocido sociedades en donde se respetan los procesos de las cosas?
–En Italia, por ejemplo, hay un profundo respeto por los tiempos de la comida. Se conectan unos con otros en la mesa. En sociedades indígenas de América latina y Africa he advertido que sus vínculos son sólidos y creo que se debe a que, a lo largo del día, se permiten estar en verdadero contacto unos con otros en diversas situaciones.
–¿A qué velocidad avanza el movimiento Slow?
–Mucho más rápido de lo que jamás hubiera soñado. Estoy asombrado por el interés que despierta mi libro en donde es publicado.
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/759079
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