domingo, 26 de marzo de 2006

¿Cuanto vale la Felicidad?


Una controvertida pero fecunda área de investigación

¿Es posible ponerle precio a la felicidad?

Psicólogos y economistas estadounidenses estudian sus orígenes y su impacto en los negocios con un solo fin: cuantificarla

WASHINGTON.-
Polémico, sí, y quizás algo utópico, también. ¿Es posible ponerle precio a la felicidad? ¿Tasarla? ¿Medirla? ¿Pedir una indemnización en un juicio de divorcio por no tenerla? Sí, según una de las más controvertidas -y crecientes- áreas de la investigación científica en Estados Unidos. Los académicos bucearon en las causas de la depresión durante décadas. Evaluaron sus consecuencias y las técnicas y medicamentos para remediarla o paliarla. Pero en los últimos años apuntan a su opuesto: la felicidad, sus orígenes y su impacto. Hasta, por qué no, en los negocios. Así es como un estudio concluyó que los solteros estadounidenses, de ambos sexos, al igual que los casados que tienen baja frecuencia de actos sexuales, necesitan ganar US$ 100.000 adicionales al año para sentirse tan felices como un cónyuge felizmente casado y con buena rutina sexual. La conclusión del estudio liderado por el profesor de economía del Dartmouth College, David Blanchflower, tiene consecuencias explosivas: abogados en Estados Unidos analizan si es posible cuantificar una "pérdida en la felicidad" de sus clientes al plantear una demanda de divorcio, según expuso The Wall Street Journal en un artículo reciente. La cifra "compensatoria" que podría reclamarse no es menor, incluso para los parámetros de Estados Unidos, donde el ingreso promedio per cápita es de US$ 30.547 al año, según el relevamiento de 2004 de la Oficina de Censos norteamericana. Con esa cifra oficial como parámetro, el estudio de Blanchflower lleva a algunos a pensar que tener una buena frecuencia sexual equivale a tener ingresos económicos tres veces superiores a los de un estadounidense promedio, pero felizmente casado. Sus conclusiones se suman a los de otros estudios, como los desarrollados por el profesor de marketing de la Universidad del Estado de Nueva York Michael Guiry, que estudia desde 1998 las conductas y personalidades de quienes pasan horas en los shoppings. Guiry concluyó que salir de compras como una forma de recreación es para muchos una forma de reafirmarse. O, en otras palabras, que quienes compran porque sí suelen tener una autoestima más baja que quienes sólo compran ante una necesidad. Todo un nicho para la publicidad. "El próximo paso en mi investigación es hacer un estudio para ver si la identidad del comprador recreacional se mantiene en otras culturas", anticipa Guiry a LA NACION. "Aunque no he hecho investigaciones en la Argentina, esperaría similares sensaciones acerca -y conductas hacia- las compras recreacionales que en Estados Unidos." Lo primero es la salud Los hallazgos de Guiry se combinan con los del profesor de psicología y neurociencia de la Universidad Stanford Brian Knutson. Tras medir las diferencias observadas en el flujo de oxígeno dirigido al cerebro, Knutson concluyó que las personas suelen sentir más felicidad y satisfacción de la anticipación de una compra que en el momento en que adquieren el producto deseado en sí. Semejante conclusión es un aliciente para las áreas de marketing de cualquier empresa a la hora de armar una campaña publicitaria, que ya sabían del asunto: promocionar la experiencia de un producto es tan o más importante como el producto en sí. Otros académicos se concentran en la faz económica de la felicidad. ¿Existe un ingreso mínimo para ser feliz? Tres analistas del Centro Pew de Investigaciones, Paul Taylor, Cary Funk y Peyton Craighill, encuestaron a 3015 estadounidenses. Y concluyeron que la felicidad es más común entre quienes ganan más de US$ 100.000 al año (un sueldo propio ya de la clase media-alta en este país), van a servicios religiosos y... adhieren al Partido Republicano.

El profesor de sociología y demografía de la Universidad del Estado de Pennsylvania, Glenn Firebaugh, prefiere destacar, en cambio, la idea de la "riqueza relativa": la gente se compara con quienes considera sus pares por edad, lugar o similares trabajos, más que por parámetros absolutos o teóricos de salarios o riqueza. Firebaugh también defiende, de todos modos, el clásico concepto de que aunque el dinero ayuda a la felicidad, pero no la genera, ni garantiza. Y que la salud es más relevante que una cuenta bancaria, después de estudiar a más de 18.000 estadounidenses. En esa línea va, también, el profesor de kinesiología de la Universidad de Illinois, Edgard McAuley, que pudo verificar en los hechos el precepto de que el ejercicio físico le permite a ser más feliz en la tercera edad, elevando la autoestima y la confianza. La firma Sensory Logic avanzó, en cambio, por la senda abierta por el profesor retirado de psicología de la Universidad de California en San Francisco, Paul Ekman, que estuvo durante décadas los rasgos faciales de cada emoción. Empresas como Canon, Toyota, Whirpool y American Express usan ahora los servicios de la firma para medir cuáles de sus productos hacen realmente felices a sus clientes.

Por su parte, Martin Seligman, profesor de psicología de la Universidad de Pennsylvania, apuntó a la resistencia. Comprobó que quienes tienen más fortaleza mental son más felices. La derivación laboral de ese principio es directa: las empresas que enseñan a sus vendedores técnicas para lidiar con clientes dubitativos -como novias- o para áreas complejas -como funerarias- suelen vender más. Y compañías como Sprint Nextel y David´s Bridal están usado los hallazgos de Seligman. Pero las conclusiones de Blanchflower son, de seguro, las más controvertidas.

Tras estimar en US$ 100.000 el dinero extra necesario para ser feliz si se tiene poco sexo o que se es igualmente feliz con menos ahorros dinero pero más sexo, el académico dio otro paso. Blanchflower también midió la diferencia pecuniaria entre tener sexo una vez a la semana con una pareja monógama o una vez al mes: la diferencia para ser feliz, entre los estadounidenses, ronda los US$ 50.000 al año.

Por Hugo Alconada Mon Corresponsal en EE.UU.

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